No importa lo que suceda en la relación, cuál sea el trato, las indiferencias o los malos genios y regaños, él siempre ha estado ahí. Amoroso, juguetón, pendiente, leal y constante en su amistad, que es permanente e incondicional. Sabe identificar a la perfección el estado emocional en el que me encuentro para actuar de acuerdo con este. Su lengua, que expresa muchas cosas, ha limpiado de mi cara aquellas lágrimas de tristeza que de vez en cuando vienen, con esos besos perrunos de consolación. Él solo entrega amor sin esperar nada a cambio.
Llegó a mi vida después de varios meses de pensar y repensar si estaba dispuesta a enrolarme en el compromiso que demanda todo animal. La decisión final llegó en el momento en que equivocadamente pensé que podría ser un factor de unidad para algo que estaba condenado a terminar. Tal vez esa coyuntura forjó su “perronalidad”: sensible, afectuosa y tierna; pero también con capacidad de entristecerse fácilmente, sobre todo cuando está solo.
Al tomar la decisión de recibir a un nuevo integrante en casa, empecé por lo que cualquier persona o familia debería: decidir la raza o el tipo de animal que quería que fuera mi compañero de batalla. Era consciente de la limitación de tiempo con la que contaba en mi día a día. Por eso investigué sobre perros que fueran dormilones, que no tuvieran la necesidad de correr mucho y fueran ideales para estar en casa felices de vivir pegados a su amo. Así fue como encontré que el ideal para mí era un bulldog inglés.
Los norteamericanos los llaman ‘velcrodog’ porque jamás se desprenden de su amo. Esa es quizá una de sus características que más me agradan. Siempre está ahí, no importa cuáles sean los “subes y bajas” de nuestra relación; sus ojos caídos siempre están dispuestos a mirarme y, de cierta forma, hablarme y decirme: aquí estoy, soy tu amigo, el que te quiere, te aguanta y te entiende.
Por supuesto, como en cualquier relación, no todo es perfecto y hay cosas que solo se aprenden una vez empieza la convivencia. En mi caso, debido a la raza, tuve que aprender a aceptar que por más que lo educara como dictan las reglas, mi perro se iba a demorar poco más de un año para aprender a hacer sus necesidades donde toca; es decir, fuera de la casa. Igualmente tuve que aceptar que mordiera todos los tacones de mis zapatos, y que hoy mi clóset aún tenga secuelas de aquellas travesuras, pues fue imposible cambiarlo todo.
Tuve que acostumbrarme a las puertas rasguñadas, por su constante intención de entrar o salir de los sitios prohibidos, y a encontrar tapetes rotos y objetos masticados a medias. Pero fue así como mi amigo fiel, el que ha estado ahí desde hace cinco años, me ha dejado una de las más grandes enseñanzas para la vida: ¡Que las cosas deben estar ahí para uno y no uno para ellas!
La mayoría de las relaciones entran en la rutina, y la que hay entre mi perro y yo no es la excepción. Hoy su día a día transcurre mirando por la ventana, observando con detenimiento a los transeúntes, exaltando su ánimo cuando algún can los acompaña. Ladrar no es lo suyo, el silencio es un aliado, pero su mirada es profunda y con ella comunica a la perfección la emoción que le llega. Como a muchos perros, le encanta la comida que no le corresponde y no falta el amigo alcahueta que, a escondidas, le da un pedazo de pan o una galleta; gesto que agradece, pero que lo malcría, le hace daño y después nosotros pagamos con sus efectos digestivos.
Como la mayoría de los de su raza, no tiene muy clara la dimensión de su cuerpo (peso y fuerza). Por eso, a veces parece torpe y brusco. Le gusta hacer las cosas a su manera (¡no en vano dicen que las mascotas se parecen a sus dueños!) y demuestra su agrado por alguien cuando le comparte su sofá y después saca sus juguetes para entrar en dinámica de recreación
Nuestra convivencia y amistad no han sido fáciles, pero a la hora de hacer un balance, el resultado siempre es positivo. Mi amigo cada día es más juicioso. Su emoción al recibirme cuando llego a casa, su compañía durante la siesta después de almuerzo, en donde sus ronquidos son arrulladores (como buen perro chato, cuando duerme el ruido es fuerte) hacen que los momentos de felicidad sobrepasen cualquier molestia y sacrificio que su existencia haya podido significar. Ese compañero de vida del que hoy hablo, ese bulldog inglés que me ha sacado canas, como dicen las mamás, pero así mismo risas y abrazos, en principio se iba a llamar Romeo, pero su cara y sus ojos me hicieron llamarlo Ramón.
CAMILA ZULUAGA